miércoles, 2 de enero de 2013
Ideas de bombero.
Tengo un hermano.
Bueno, tengo dos hermanos y hasta tres.
Y soy hijo único. Soy hijo único
porque la naturaleza, por un lado; y la burocracia, por otro, impidieron que
tuviera más hermanos. Pero siendo hijo
único, tengo tres hermanos. Y uno de
ellos vive lejos. Aunque el concepto de
“lejos” es dudoso, circunstancial, no muy acertado. Pero vive a tres mil quinientos kilómetros de
donde yo vivo en la actualidad, y eso impide que nos veamos tanto como
queremos. Sin embargo la distancia más
importante, la emocional, es inexistente.
David, que es como se llama este hermano, vive con su esposa en el sur
de Suecia, que es un lugar que amo, y ya amaba antes de haberlo pisado
nunca. Allí, ahora, lleva una vida
plácida, plena dentro de la imposibilidad humana por encontrar esa plenitud,
completa, relativamente cómoda, satisfactoria.
No siempre fue así. En ocho años
como inmigrante en un país elitista y puntero como es ese, David sufrió de lo
lindo. Las pasó putas, vaya. Y eso que tuvo algo de suerte.
Ahora la familia, su familia y parte de la mía, esa gente
que te toca pero no eliges, se muestra con él muy orgullosa y contenta. Hablan sobre él hinchando el pecho,
desgastando su nombre como el de un héroe.
Se jactan del triunfo como si fuera propio, y añaden el clásico “yo
sabía...” como si de verdad lo hubieran sabido.
Como si de verdad siempre lo hubieran defendido a él y su causa. “Si es que David le echa cojones...”, “yo ya
sabía que David conseguiría...”, “porque David y yo...”, y otras frases
similares se construyen ahora muy fácilmente entorno a su figura.
Pues bien, a todos ellos me gustaría decirles una
cosita. Me gustaría dejar constancia
aquí de cuál es mi opinión al respecto.
Yo que los he tratado directamente, y que traté a David como lo que es,
un hermano, me gustaría decirles un par de cosas a esos individuos que tanto
hablan ahora, a posteriori. A todos
ellos les digo: iros a tomar mucho por el culo, cabrones. Porque ahora, con el
éxito en las manos es muy fácil hablar.
El éxito ajeno, claro, porque ellos nunca han tenido el suyo
propio. De ahí viene todo,
naturalmente. Están tan frustrados, tan
hastiados, y tan podridos por dentro, que no pueden mirar nada más que fuera,
porque mirar dentro duele demasiado.
David ahora es bombero.
Con eso ha cumplido uno de sus sueños más viejos. Tiene el trabajo que quiere, que le
llena. Se mueve, ve cosas, mundo,
vida. Ha acumulado experiencia y saber
estar ante las cosas importantes. Se ha
hecho un hombre íntegro a base de elegir siempre el camino más largo y
difícil. Además, vive con una preciosa
mujer en una preciosa casa con tres preciosas gatitas. Todo se lo ha ganado a pulso, gota tras gota,
lágrima tras lágrima. Nadie, nunca, le
regaló nada. Y los que estábamos ahí,
los poquísimos que siempre estuvimos ahí, los que compartimos alegrías y penas,
y no sólo copas los fines de semana; los que le prestamos el hombro para
apoyarse, los que le escuchamos, aunque no siempre comprendimos; los que le
apoyamos siempre, ocurriera lo que ocurriera, por encima de caprichos
personales, por encima de deseos; los que supimos a qué sabía su dolor, sí
sabíamos que lo conseguiría. Ahora es
muy fácil hablar, pero en todo este trayecto David salió criticado hasta la
saciedad. No lo comprendieron ni
quisieron comprenderle. No le
escucharon. Incluso me atrevo a decir
que muchos de ellos ni siquiera le quisieron de verdad.
En este tiempo, David ha aguantado la larga lista de
humillaciones habitual en estos casos donde la gente es incapaz de mirarse el
ombligo, donde sólo es capaz de disimular sus propias frustraciones hablando de
frustraciones ajenas. A veces, incluso,
hablaban de lo que ellos consideraban que debía frustrar a los demás, aunque no
fuera así. Este tipo de gente nunca ha
respetado nada. No comprenden que cada
uno es cada cual, que cada uno debe buscarse la vida como pueda y quiera, y que
todo el mundo tiene derecho a hacer lo que le salga de los cojones, siempre que
no moleste a los demás. Eso es lo que
hizo David yéndose a vivir a Suecia, o antes en España: vivir como creía que
debía hacerlo, según sus principios y posibilidades, su convicción y su dinero,
su sentimiento y sus creencias, su honor y su orgullo. David, simplemente, vivió como le salió de
los huevos. ¿Acaso debía darle
explicaciones a alguien? Nunca molestó a
nadie, nunca perjudicó a nadie a sabiendas, nunca hizo daño adrede. ¿A quién coño le importaba, por tanto, qué
hacía él con su vida, decidiendo una cosa u otra? ¿Cada persona debe hacer lo que creen los
demás? ¿Acaso no debe seguir sus propios
principios? Todo el mundo le
censuró. Hasta el asunto más nimio. Desde ponerse un pendiente a hacerse un
tatuaje; desde trabajar en una empresa que a ellos no les gustaba, hasta salir
con la chica que a ellos no les caía bien.
Desde irse a vivir a Suecia, hasta comprarse una casa. Desde hacer unas interminables oposiciones,
hasta aprobarlas. Parece que todo les sentaba
mal. Mi deducción siempre fue simple y rotunda: le tienen envidia. Envidia por la autoridad que siempre
demostró, envidia por su indiscutible valor.
Envidia porque nunca quiso depender de nadie, por su fuerza física, por
su atractivo. Y ahora envidia por su
estatus.
Durante mucho tiempo esa gente se frotó las manos deseando
que David volviera con la cabeza abajo y el rabo entre las piernas. Deseando de decir “si ya sabía yo que eso era
una locura, que no podía salir bien”.
Los mismos, claro, que ahora dicen lo contrario. David, por muchísimas razones, y por una en
particular, nunca volvió con el rabo entre las piernas. Pero si alguna vez lo hubiera hecho, ¿qué
diantres habría pasado? Acaso, ¿habría dejado de soñar, de sentir, de
amar? Cuando uno se va y vuelve, ¿ha
dejado de vivir? ¿Dónde está esa frontera a la que se refieren? ¿Qué se supone
que debe ocurrir en ese tránsito? ¿No puede alguien irse donde le plazca,
volver, y marcharse de nuevo? ¿Y por qué el concepto tan estricto de “volver”? Quizás
el problema no es que uno se “vaya”, sino que los demás no se mueven. ¿Es que
hay que seguir un convencionalismo concreto para contentar a todos? Y en cualquier caso, ¿estarían todos
contentos, satisfechos, si fuera así?
Sólo plantearlo me parece absurdo.
Que cada uno viva como pueda y quiera.
Qué fácil es hablar del que le echa cojones a la vida, y se pasa por el
escroto las opiniones ajenas, haciendo lo que quiere, que con frecuencia es
justo lo contrario a lo que se supone que debes hacer. ¿Y quién dice que todos deben hacer lo que
creemos que se debe hacer? En cualquier
caso, todos los que criticaron este asunto del que hablo, mirarán atrás cuando
sean viejos y se preguntarán qué carajo ha ocurrido con su vida. Si eso llego a verlo yo algún día, voto a
cristo que mi descojone va a ser masivo.
Pienso reírme en la cara de cada uno de ellos, por gilipollas.
Porque quizás lo que pretendían
que hiciera David, o cualquiera, es que se casara con veintitres años, tuviera
hijos con veinticinco, pagara coche e hipoteca hasta los sesenta, se amargara
día tras día en un trabajo odiado, aguantara a una pareja que nunca comprendió,
viera el fútbol los fines de semana con amigos que no son amigos, y soportara
las tonterías de la familia con discutible dignidad. Exactamente lo que ellos están haciendo.
Ajuste de cuentas.
Hay cosas que se deben decir. Ese es el principio que sigo a la hora de
afrontar este espacio donde voy a ir incluyendo distintos textos, que no son
sino ideas que siempre estuvieron ahí, en mi cabeza, fruto de mis sueños y de
mis frustraciones. Hay cosas que no se
deben callar, y de las que deben quedar constancia. Palabras que deben permanecer, no para dar
una falsa sensación de importancia ni grandilocuencia, no para parecer más
interesante ni porque crea que mi verdad es más verdad que otra.
Como escritor, cada proyecto que asumo tiene una finalidad,
o varias. Muchos de ellos se quisieron
afrontar después con otros formatos, como el cine, el teatro o la ópera; los
hay que intentaron instruir; otros, sencillamente, quisieron compartir
aficiones, gustos, aprendizajes; algunos sólo quisieron plasmar un sentimiento,
una sensación; pero los que ahora me conciernen quizás no cumplan ninguno de
esos objetivos. Quizás, siquiera, no
conciernan a nadie más. Son palabras que
quiero dejar ahí, por si alguien, alguna vez, quiere leerlas,
compartirlas.
Pero es falso eso que algunos escritores dicen sobre las
palabras que nadie lee. Esos escritos
que se hacen sin la pretensión de que nadie los lea. Todo el mundo escribe para alguien, siempre. Yo también, claro. Y con estos textos no pretendo caer mejor ni
peor, no pretendo ganarme la amistad de nadie, ni la compasión, ni el perdón. No pretendo dejar una imagen distinta a la
que haya dejado con otros trabajos. Si
cree que es así, por favor, deje de leer.
Aclarado todo esto, por otra parte algo innecesario,
concluyo este breve prólogo.
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